La emoción empieza mucho antes de embarcar, cuando, en cualquier instante cotidiano, te encuentras pensando necesito irme otra vez. La adrenalina se dispara al escudriñar el mapa y el calendario buscando dónde, cuándo, cómo, y comprobar que la mochila aún puede aguantar un poco más. ¿A ti también te pasa?
Disfruto con la comida y las pruebo -casi- todas. Me chifla el tapeo, los bares con solera, las pastelerías de los grandes hoteles, las terrazas. El bullicio de la vida cotidiana. No me pierdo un mercado. Callejear hasta caer rendida. Quedarme en sitios que valen la pena en sí mismos: hospederías antiguas, casas restauradas, granjas, cuevas, cabañas, paradores. Si tienen spa, ni te cuento. Me emociono en los templos, me entusiasmo en los museos y me pasmo en la naturaleza. Me pongo a charlar con cualquiera. El avión me parece excitante, el barco, aventurero, el tren, evocador. La furgo, un sueño rodante.
Me encanta llegar a casa.
Viajar es, para mí, una forma de mirar. De atesorar experiencias, entender otras realidades,, de probarme y constantemente conocerme, porque cuando vuelvo, ya soy otra.
De todo lo que he vivido, es en los viajes donde he sido más
yo y me he sentido más
libre.
Y, sobre todo, más viva.
Y, aun así, durante mucho tiempo no pude salir.
Había capeado ya varios temporales y, con las velas más o menos remendadas, me iba manteniendo a flote, alerta por si avistaba nuevas señales de tormenta.
Sin embargo, al tsunami no lo vi llegar.
Se presentó de repente, voraz, con la cara más oscura de su violencia, quedándose unos años eternos para asegurarse de que aprendiera bien todo lo que me tenía que enseñar.
Arrasada, emprendí el viaje más grandioso de todos: hacia el interior de mí misma.
En la calma que llegó después me quedé muy quieta, observando. Mis sentidos se desperezaban como yo, recomponiéndose despacio y con cuidado, y por fin atendí al sexto, que siempre tiene razón. Me di cuenta de que percibía lo que me rodeaba como si me moviera en una frecuencia distinta, afilada y brillante, llena de matices, colores intensos, sonidos y detalles sutiles que debían haber estado allí desde siempre, pero en los que yo no había reparado.
Había empezado a mirar de otra manera.
Una primavera, respiré hondo el olor a azahar.
Y caminé descalza por la playa, y las olas se llevaron la furia y la pena arañadas en la arena, y vagué por las rutas de la sierra y abracé los pinos por si me daban el consuelo que no encontraba, y me fascinaron los campos sembrados y me bañé desnuda en el río de mis padres y reconocí cada rincón del pueblo de mi infancia y aluciné porque mis sitios de cabecera me parecían nuevos, y me fui dando cuenta de que no sabía cuánto necesitaba redescubrir mi lugar, resituarme en él para reencontrarme yo, y al fin poder aceptar, y descansar, y seguir, y me asombré de cuántos paisajes no recordaba y cuántos aún no había descubierto, y pateé la ciudad rastreando las raíces que no tengo y pregunté y busqué y averigüé y cuando me agoté de llorar subí al pico más alto de esta tierra mediterránea entre la que nací y crecí y el eco se llevó mi grito de victoria, porque supe que a veces no hace falta huir lejos para curarse.
Y entendí que viajar es también explorar los paisajes que conforman tu propia historia.